Hoy, tuve que hacerlo. Necesitaba llevar un documento al Departamento de Estudiantes Graduados y decidí darme una vuelta por las diferentes facultades. Lo primero que un agente me pide para entrar: identificación con foto. Pregunto si quiere la de estudiante o cualquiera le sirve, así que finalmente le enseño cualquier tarjeta (creo que podría haberle dado la de los puntos de Subway y no se hubiese enterado) y procedo a entrar, no sin antes darme cuenta que a otra persona que pasó a mi lado no le pidieron nada por verse mayor que yo (bueno para mi autoestima, “sigo pareciendo estudiante”, incongruente para la regularidad del proceso).
Lo que me encuentro: una universidad desierta, como si se hubiera parado el tiempo. Parecía que el apocalipsis hubiese llegado y que, al dar la vuelta a la próxima esquina, me encontraría con un zombie hambriento apoyado en una de las fuentes o esperando en un pupitre un pedazo de carne viva. Pero no tenía miedo, la seguridad estaba ahí para mí, ya que los únicos seres que me encontraba eran changos buscando en los restos del merendero de sociales y policías - tanto con uniforme como de civiles – buscando también comida como los únicos clientes en el merendero de sociales (changos al fin y al cabo…) y exhibiendo sus grandes armas amenazadoras contra nosotros, estudiantes criminales por defender el derecho a una educación pública de calidad.
Pero ironías aparte, no se comprende el dolor que uno siente, la tristeza que inspira y las emociones que supone tener que entrar en un Recinto que recuerdo como mi casa, el lugar donde se me iban las horas corriendo de un lado al otro, investigando, enriqueciéndome, regalándome amigos. En la IUPI uno siempre tiene algo que hacer, uno nunca está sólo, es el lugar que siempre estaba vivo, lleno de actividades diversas, de prepas sin saber hacia dónde ir, de locos de colores paseando por Humanidades. Creo que hasta echo de menos ver a los del Círculo de Oración que predicaban en los caminos para erradicar el aborto y oraban debajo de las escaleras con una concentración exquisita.
A pesar de la rabia que supone todo esto, decidí continuar mi ruta y llevar los papeles donde debía para después pasar por mi departamento a informar de que
1) sigo vivo
2) pagué la primera parte de la cuota por aquello de no perder mi visado
Cuando llego al DEGI, un policía custodia el edificio y me sonríe, como disculpándose por su presencia y saludando en son de paz. Se nota que él tampoco quiere estar ahí mientras alcanzamos en Puerto Rico los casi 100 crímenes en el primer mes del año (aunque eso es idealizarlo, tal vez sólo quiere huir a su patrulla con aire acondicionado y comer donas, a lo cliché).
Mientras continúo haciendo fotos por el Recinto y anotando pensamientos para escribir lo que ahora mismo te estás leyendo, decido dirigirme al Palito de Drama. Entre máquinas de comida vacías y pupitres sacados de las aulas, llego a sentarme al lugar en el que se me iban las tardes queriendo arreglar el mundo con otros compañeros, jugando a ser políticos y con las ideas claras sobre lo que era teatro y lo que no. Echo de menos esas horas de conversaciones académicas, inteligentes unas veces y banales y superfluas otras. Porque señores, la Universidad es eso: un foro, un intercambio de ideas, un lugar en el que enseñar y aprender en ambas direcciones y no sólo dentro del aula. Es el espacio en el que uno se convierte en adulto, en el que vives la burbuja de la Academia para después enfrentarte a la burbuja del Mercado Laboral (si lo hay cuando terminas…).
Después de descansar un rato, abrí mi ordenador y me puse a escribir estas palabras, pero no pude terminarlas dentro del Recinto por la injusticia que me tocó ver con mis propios ojos. Un agente llegó con su patrulla y le pidió a un compañero que estaba cerca su identificación. En un momento pensé que venía a decirme que no me podía quedar estudiando o escribiendo sobre la situación allí, pero mi compañero le entretuvo demasiado: el agente le preguntó qué llevaba en la mochila y él le contesto que si lo quería saber o era sospechoso de algo, que le registrara.
El agente se fue y el compañero, del que no diré nombre, se acercó, me saludó y me dijo: “Si quiere saber qué hay en la bolsa que me registre”. Minutos después llegó el mismo agente con otro más en una patrulla, le alejaron de donde yo estaba, le hicieron aspavientos amenazantes y le registraron la mochila, donde encontraron un peligroso recipiente con arroz y habichuelas (la historia más puertorriqueña no podía ser). Acto seguido, le metieron en la patrulla y se lo llevaron. No sé de qué le acusaron, no sé porque se lo llevaron. Lo único que puedo decir es que NO hizo nada, que la actitud de la policía fue como de una dictadura militar en la que si uno no hace lo que te dicen te llevan a un maizal y te ejecutan (gracias por presentarme a Trujillo, Junot).
Desgraciadamente, me niego a exponerme una vez más a esta situación. ¿Qué pasaría si a mí, como estudiante internacional, me buscan cargos por escribir este artículo en el Recinto en el que estudio? ¿Cómo puedo llamar a esta represión con la que nos tratan a personas que lo único que queremos es terminar nuestra formación y que, con mucha menos edad que ellos, estamos mucho más capacitados que ellos para todo?
Quiza es ridículo que le dedique tiempo a escribir esto, a compartir con vosotros mi primera y última experiencia en un Recinto sitiado en lugar de completar las páginas de mi tesis. Pero no tengo otra forma de protesta, no puedo exponerme a un arresto, y es hora de que pensemos que lo nuestro no siempre es lo más importante, sino lo de todos.